AGUA MOVIENDOSE    x

                                       


Relato publicado en el libro Contraluz, un proyecto del artista Giovanni Vargas. 
https://issuu.com/artesvisualesmincultura/docs/05_maqueta_gv_digital

Había visto tortugas. Había visto un pez loro. Una vez vi un ballenato. Había visto corales. Otra vez vi un pulpo morado por la noche. Vi plantas gigantes. Vi algas pesadas. Vi un tiburón gato y un tiburón bobo. Los animales grandes estaban cerca a un acuario donde una malla enterrada en el fondo del mar los separaba del resto del océano. Los que eran libres a un lado y los presos al otro, aislados por esa mallita que se movía con la marea. Era muy extraño que los animales que eran libres no se  fueran y se quedaran cerca de la malla, como queriendo mantenerse cerca de los suyos así estuvieran en libertad.


Vi también una vez una raya pasándome por encima. Y todo eso lo vi con lo que pueden los ojos y lo que permite una careta. En el fondo del mar solo usaba la vista, porque los demás sentidos están concentrados en sobrevivir automáticamente. La vista, que depende en gran medida del grado de luz, es la que deja leer el entorno. Esa lectura es la de una imagen que no se agota, pero que angustia. Una economía de la atención me opera y pongo atención solo a ciertas cosas. A lo grande y a la nada que se dibuja en cada esquina. A los animales magnos cuando los hay, a las plantas, al fondo. Y aunque es todo el cuerpo el que está ahí suspendido, y aunque todos los sentidos acompañan la experiencia, yo solo puedo ver.


Esa vez fue como las otras, todo normal. Cuando uno logra suspenderse en el fondo del océano, sin tocarlo, extrañamente y por momentos todo se vuelve corriente. Uno se vuelve la corriente. El agua pasa y uno está quieto dejando que el agua pase y todo sea. Esa vez estaba suspendida mirando el borde de la nada y pasó un banco de barracudas grandes. Bien grandes. Una se devolvió. Me miró fijamente a los ojos y yo la miré fijamente a los ojos. Nos quedamos frente a frente por un momento que no fue de tiempo. Las dos suspendidas. Su banco siguió y la dejó. A ella no le importo. Nos seguimos mirando. Se acercó. Cuando estuvo muy cerca me dijo modulando la boca: usted no pertenece a este lugar. Se volteo y siguió a buscar al resto. Me abandonó. Yo asentí.  Y pensé para adentro; la barracuda tiene toda la razón.


No me fui a los lados, no traté de alejarme horizontalmente. Cuando  volví a mi, seguí repitiéndome que ella, la barracuda, tenía toda la razón, absolutamente toda la razón.  Me quité la careta, me quité el regulador, me quité las aletas y me solté el cinturón de pesas. No me quite el tanque. Estaba a 60 pies de profundidad.


Una  boca dio una instrucción que se sintió como una orden con una voz nítida: usted no pertenece a este lugar. Y con esos ojos tan parecidos a los pescados por fuera del agua, como la gelatina verdosa de los muertos, de lo que muertos míos que yo había tocado antes porque quería sentir sus orificios secos y sus bocas pastosas y sus fosas nasales con costra y sus orejas con cera fresca y sus ojos como gelatinas de pescados muertos.


Y me subí. Y veía el fondo que no era el fondo sino la superficie y desde ahí veía el sol entre las burbujas que  yo misma botaba. Y me subí. Verticalmente me subí, primero con calma mirando el sol flotando sobre la superficie del agua. Después con desespero porque no llegaba. Y trataba de subir rápido pero no andaba porque no tenía aletas. Y trataba de respirar pero no podía porque no tenía el regulador, solo el tanque que no me dejaba avanzar. No llegaba. Y veía el agua de la superficie moviéndose y el sol encima también moviéndose y por un momento estuve segura que nunca cruzaría ese límite y que me quedaría para siempre entre esas burbujas. Y me entregué a esa idea, sin resistir. No llegaba. Veía la luz difuminada en el límite de la superficie y en  la suspensión de esas burbujas que ya no parecieron angustiantes, solo veía el agua moviéndose y sol ondeando encima del agua. Y el agua moviéndose. Y solo el agua como una rayita delgada. No llegaba. Y el sol ondeando su reflejo en la superficie y el agua moviéndose y yo no alcanzaba a ver lo que estaba del otro lado. Ese mar con su límite horizontal escondía de un lado el aíre y del otro el ahogo. Y yo estaba segura que me iba a quedar en el ahogo. Sin respirar.


No volví.